martes, 19 de febrero de 2013

Probablemente, las mejores memorias.



Me he encontrado entre dos siglos como en la confluencia de dos ríos, y me he sumergido en sus turbias aguas, alejándome a mi pesar de la antigua ribera donde nací y nadando con esperanza hacia una orilla desconocida.
La geografía ha sufrido un cambio completo desde que, según la expresión de nuestras antiguas costumbres, pude mirar el cielo de mi cama. Si comparo dos globos terrestres, el del principio y el del fin de mi vida, ya no hallo semejanza entre ellos. Una quinta parte de la tierra, Australia, ha sido descubierta y poblada; un sexto continente acaba de divisarse por velas francesas en los hielos del polo Antártico; y los Parry, los Ross, los Franklin han recorrido en nuestro polo las costas que delinean el límite de América en el septentrión; África ha abierto sus misteriosas soledades, y no hay un rincón de nuestro globo que sea actualmente desconocido. Acométanse todas las lenguas de la tierra que separan el mundo, y pronto se verá sin duda enviar buques por el istmo de Panamá, y quizá por el de Suez.
La historia ha hecho paralelamente descubrimientos en remotas edades: las lenguas sagradas han permitido leer su vocabulario perdido, y hasta los granitos de Egipto ha descifrado Champollion esos jeroglíficos que parecían ser un sello colocado en los labios del desierto para que respondiera de su eterna discreción.
Si las recientes revoluciones han borrado del mapa a Polonia, Holanda, Génova y Venecia, otras repúblicas ocupan una parte de las orillas del gran Océano y del Atlántico.
En estos países, la civilización perfeccionada podría prestar socorros a una naturaleza enérgica: los barcos de vapor remontarían esos ríos destinados a convertirse en vías de fácil comunicación, después de haber sido obstáculos invencibles, y las orillas de los ríos se cubrirían de ciudades y aldeas, como hemos visto de los desiertos del Kentucky surgir nuevos Estados americanos.
Estas transformaciones no se han limitados a lo material: el hombre, por el instinto de su inmortalidad, ha mirado hacia arriba, y a cada paso que ha dado en el firmamento, ha reconocido milagros del poder infinito. Aquella estrella que parecía sencilla a nuestros padres, es doble y triple a nuestros ojos; y los soles interpuestos delante de los soles, se han sombra y carecen de espacio debido a su número. En el centro de lo infinito ve Dios desfilar a su alrededor esas magníficas teorías, pruebas añadidas a las pruebas de la existencia del Ser supremo.
Gracias a lo excesivo de mis años, mi monumento se ha concluido. Esto para mí es un gran consuelo; sentía que alguien me empujaba: era el patrón de la barca en la que tengo reservada plaza que me advertía de que no me quedaba más que un momento para subir a bordo. Si hubiera sido el dueño de Roma, diría, como Sila, que acabo mis Memorias la víspera de mi muerte; pero no concluiría con las palabras con que él concluyó la suya:
“He visto en sueños a uno de mis hijos que me mostraba a Metela, su madre, y me exhortaba a ir a gozar del reposo en el seno de la felicidad eterna”.
Si yo hubiera sido Sila, la gloria no habría podido darme jamás el reposo y la felicidad.
Se formarán borrascas, creemos presentir calamidades superiores a las aflicciones que nos abruman, y pensamos ya en vendar nuevamente las antiguas heridas para volver al campo de batalla. Sin embargo, no me parece que puedan sobrevivir en fecha próxima otras calamidades porque los pueblos y los reyes están igualmente cansados; catástrofes imprevistas no caerán sobre Francia: lo que me siga no será más que la consecuencia de la transformación general. Sin duda se pasará por situaciones penosas porque el mundo no podrá cambiar de aspecto sin dolor. Pero, lo repito, no serán revoluciones aisladas, sino el efecto de la gran revolución que marcha a su término. Las escenas de mañana no me competen; llaman a otros pintores, conque a ello, señores.
Al trazar estas últimas palabras, hoy 16 de noviembre de 1841, mi ventana de la calle del Bac, que cae al Oeste, a los jardines de las Misiones Extranjeras, está abierta; son las seis de la mañana y veo la luna pálida, en cuarto creciente, que desciende sobre la veleta de los Inválidos, revelada apenas por el primer rayo dorado de Oriente: diríase que el antiguo mundo concluye y que principia el nuevo. Veo los reflejos de una aurora cuyo sol no veré surgir. Sólo me queda el recurso de sentarme al borde de mi tumba, después de lo cual bajaré resueltamente con el crucifijo en la mano a la eternidad.

Chateaubriand (1768-1848), Memorias de ultratumba, Alianza, Madrid, 2003, pp. 514-516 (últimas páginas).

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