jueves, 25 de octubre de 2012

El Modernismo no es 'Modernism'



Es importante. Muy importante: primero, marcar terreno. El Modernismo es un movimiento literario que necesita precisión.
A menudo confunden los críticos el Modernismo con Modernism; y nada tienen que ver. Modernism hace referencia a las vanguardias europeas de finales del XIX y principios del XX, que acabarán por sacar punta a partir de la Primera Guerra Mundial con el nombre avant-garde. Y el Modernismo es un término que refiere  una estética ecléctica exclusiva de la literatura hispánoamericana que nace con el Azul de Rubén Darío.



Nada más triste que un titán que llora,
Hombre-montaña encadenado a un lirio,
Que gime fuerte, que pujante implora:
Víctima propia en su fatal martirio.

Hércules loco que a los pies de Onfalia
La clava deja y el luchar rehusa,
Héroe que calza femenil sandalia,
Vate que olvida a la vibrante musa.

¡Quién desquijara los robustos leones,
Hilando esclavo con la débil rueca;
Sin labor, sin empuje, sin acciones;
Puños de fierro y áspera muñeca!

No es tal poeta para hollar alfombras
Por donde triunfan femeniles danzas:
Que vibre rayos para herir las sombras,
Que escriba versos que parezcan lanzas.

Relampagueando la soberbia estrofa,
Su surco deje de esplendente lumbre,
Y el pantano de escándalo y de mofa
Que no lo vea el águila en su cumbre.

Bravo soldado con su casco de oro
Lance el dardo que quema y que desgarra,
Que embiste rudo como embiste el toro,
Que clave firme, como el león, la garra.

Cante valiente y al cantar trabaje;
Que ofrezca robles si se juzga monte;
Que su idea, en el mal rompa y desgaje
Como en la selva virgen el bisonte.

Que lo que diga la inspirada boca
Suene en el pueblo con palabra extraña;
Ruido de oleaje al azotar la roca,
Voz de caverna y soplo de montaña.

Deje Sansón de Dalila el regazo:
Dalila engaña y corta los cabellos.
No pierda el fuerte el rayo de su brazo
Por ser esclavo de unos ojos bellos.

Ruben Darío, “A un poeta”, en Azul, 1888.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Ramón María del Valle-Inclán: Autobiografía.



Éste que veis aquí, de rostro español y quevedesco, de negra guedeja y luenga barba, soy yo: Don Ramón María del Valle-Inclán.

 
Estuvo el comienzo de mi vida lleno de riesgos y azares. Fui hermano converso en un monasterio de cartujos, y soldado en tierras de la Nueva España. Una vida como la de aquellos segundones hidalgos que se enganchaban en los tercios de Italia por buscar lances de amor, de espada y de fortuna. Como los capitanes de entonces, tengo una divisa, y esa divisa es, como yo, orgullosa y resignada: “Desdeñar a los demás y no amarse a sí mismo”.
Hoy, marchitas ya las juveniles flores y moribundos todos los entusiasmos, divierto penas y desengaños comentando las Memorias amables, que empezó a escribir mi noble tío el marqués de Bradomín. ¡Aquel viejo cínico, descreído y galante como un cardenal del Renacimiento! Yo , que en buena hora lo diga, jamás sentí el amor de la familia, lloro muchas veces, de admiración y de ternura, sobre el manuscrito de las Memorias.
Todos los años, el día de Difuntos, mando decir misas por el alma de aquel gran señor, que era feo, católico y sentimental. Cabalmente yo también lo soy, y esta semejanza todavía lo hace más caro a mi corazón.
Apenas cumplí la edad que se llama juventud, como final a unos amores desgraciados, me embarqué para Méjico en La Dalila, una fragata que al siguiente año naufragó en las costas de Yucatán. Por aquel entonces era yo algo poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza. Creía de buena fe en muchas cosas que ahora pongo en duda y, libre de escepticismos, dábame buena prisa a gozar de la existencia. Aunque no lo confesase, y acaso sin saberlo, era feliz: soñaba realizar altas empresas, como un aventurero de otros tiempos, y despreciaba las glorias literarias.
A bordo de La Dalila —lo recuerdo con orgullo—asesiné a sir Robert Jones. Fue una venganza digna de Benvenuto Gellini. Os diré cómo fue, aun cuando sois incapaces de comprender su belleza: pero mejor será que no os lo diga: seríais capaces de horrorizaros. Básteos saber que a bordo de La Dalila solamente el capellán sospechó de mí. Yo lo adiviné a tiempo, y confesándome con él pocas horas después de cometido el crimen, le impuse silencio antes de que sus sospechas se convirtiesen en certeza, y obtuve, además la absolución de mi crimen y la tranquilidad de mi conciencia.
Aquel mismo día la fragata dio fondo en aguas de Veracruz y desembarqué en aquella playa abrasada, donde desembarcaron antes que pueblo alguno de la vieja Europa los aventureros españoles. La ciudad que fundaron, y a la que dieron abolengo de valentía, espejábase en el mar quieto del plomo, como si mirase fascinada la ruta que trajeron los hombres blancos. Confieso que en tal momento sentí levantarse en mi alma de hidalgo y de cristiano el rumor augusto de la Historia. Uno de mis antepasados, Gonzalo de Sandoval, había fundado en aquellas tierras el Reino de la Nueva Galicia. Yo, siguiendo los impulsos de una vida errante, iba a perderme, como él en la vastedad del viejo Imperio Azteca, imperio de historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus reyes, entre restos ciclópeos que hablan civilizaciones, de cultos, de razas que fueron y sólo tienen par en ese misterioso cuanto remoto Oriente.
Después abrid, Santillana,
un paréntesis aquí
y poned en él de mí
cuanto en él os diere gana.

En Alma española, 3,27-XII-1903