jueves, 11 de octubre de 2012

Metacortázar: metaficción



Vuelvo a transcribir: sólo vale la materia en gestación, la inmediatez vivencial.
Cortázar busca en muchos de sus relatos sacudir la competencia narrativa del lector, convertirlo en protagonista, y por esto mismo no duda en presentar sus cuentos en gestación. No se trata de ocultar el artificio que es la ficción, sino de subrayar su superestructura artificial en la que lo único que pretende ser verosímil es la propia obra literaria. Así, la metaficción de Cortázar insiste en señalar que la realidad no es ingenua, tampoco sencilla, sino que las interferencias de otras realidades semánticas son constantes.
2 de febrero, 1982.
A veces, cuando me va ganando como una cosquilla de cuento, ese sigiloso y creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando a esta Olympia Traveller de Luxe
(de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha travaleado por los siete profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o indirecto puede recibir una portátil metida en una valija entre pantalones, botellas de ron y libros),
así a veces, cuando cae la noche y pongo una hoja en blanco el rodillo y enciendo un Gitane y me trato de estúpido,
(¿para qué un cuento, al fin y al cabo, por qué no abrir un libro de otro cuentista, o escuchar uno de mis discos?),
Pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser Adolfo Bioy Casares.
“Diario de un cuento”, en Deshoras.

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.
                                                                                              “Las babas del diablo” en Las armas secretas.

domingo, 7 de octubre de 2012

¿Y QUIÉN CREÓ AL LECTOR?



Julio Cortázar pensó mucho en el lector. Hizo bien. Un escritor que no piensa en el lector es un escritor malo o muy caprichoso. ¿Y qué hace un escritor pensando en el lector? Dos cosas: primera, elegir el lector que quiere para su obra; y segunda, elaborar la obra que construya ese lector que ha elegido. Porque el lector es obra del autor, ¿o qué os habíais creído?
Otra nota aparentemente complementaria:
“Situación del lector. En general todo novelista espera de su lector que lo comprenda, participando de su propia experiencia, o que recoja un determinado mensaje y lo encarne. El novelista romántico quiere ser comprendido por sí mismo a través de sus héroes; el novelista clásico quiere enseñar, dejar una huella en el camino de la historia.
Posibilidad tercera: la de hacer un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podría llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es inútil para lograrlo: sólo vale la materia en gestación, la inmediatez vivencial (transmitida por la palabra, es cierto, pero una palabra lo menos estética posible; de ahí la novela ‘cómica’, los anticlímax, la ironía, otras tantas flechas indicadoras que apuntan hacia lo otro).
Para ese lector, mon semblable, mon frère, la novela cómica (¿y qué es Ulysses?) deberá transcurrir como esos sueños en lo que al margen de un acaecer trivial presentimos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar. En este sentido la novela cómica debe ser de un pudor ejemplar; no engaña al lector, no lo monta a caballo sobre cualquier emoción o cualquier intención, sino que le da algo así como una arcilla significativa, un comienzo de modelado, con huellas de algo que quizá sea colectivo, humano y no individual. Mejor, le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copadecimiento). Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá (agigantándose quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice. En cuanto al lector-hembra, se quedará con la fachada y ya se sabe que las muy bonitas, muy trompe l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête homme. Con lo cual todo el mundo sale contento, y a los que protesten que los agarre el beriberi”.
En Rayuela, Cátedra, Madrid, 1994, pp. 560-561.