domingo, 24 de febrero de 2013

EL COMIENZO: SEDAL, CEBO Y ANZUELO.



Que no es lo mismo que comenzar. ¿Cuándo comienza el escritor su obra? No lo sé, es un misterio. Puede empezar  en la copa de un árbol, subido a una escalera para cambiar una bombilla, mirando las estrellas (ay, los que tienen tiempo), barriendo el suelo, mientras explicas a tu hija cómo se atan los cordones del  zapato, al saltarte un semáforo en rojo, o de camino al dentista con un diente roto. También puede empezar frente al ordenador y un nuevo documento Word; lo más habitual. En cualquier caso, es  un misterio.
Pero como los misterios no se enseñan, sólo se revelan, ahora no escribo sobre ese comienzo, sino sobre el comienzo del libro, sobre el comienzo de la obra acabada, sobre las primeras palabras a las que se asoma nuestro lector.
¿Cómo ha de ser ese comienzo para enganchar al lector nos siga? Fácil, sólo necesitamos sedal, cebo y anzuelo.


El sedal

El sedal es el libro como cosa tangible, que tiene una imagen, un volumen, que ocupa un espacio, que pesa y que se toca. Los autores que se editan a sí mismos tienen mucho que pensar sobre el sedal. Los autores que son publicados por editoriales pintan más bien poco en todo esto. Imaginemos (a mí no me resulta difícil) que  aún somos autores sin editorial: tiene valor dedicar tiempo a pensar en ello.
¿Qué es un texto? Palabras escritas sobre un soporte. Y esta obviedad es importantísima porque nos proporciona la primera pauta: en un texto las palabras han de verse. Verse, no sólo leerse. El soporte habrá de ser claro,  y la edición del texto despejada y clara. ¿En qué se traduce esta pauta? Primero, en que debemos elegir un papel siempre de color blanco, con poco reflejo, sin brillos, con superficie lisa. Y segundo, en que debemos guardar doble espacio en el interlineado, sangrar los párrafos para que se puedan distinguir a golpe de vista, no saturar la hoja guardando siempre unos márgenes uniformes,  adecuados al tamaño de una hoja DIn-A4, y elegir una caligrafía clara y estandarizada. En el caso de que el texto tenga varias páginas tenemos que evitar que las palabras del  envés se transparenten; para lograrlo basta con no imprimir por las dos caras, o escoger un papel con suficiente grosor. Finalmente, elegiremos con cuidado la manera de coser las páginas: al lector le tiene que resultar sencillo pasar página y poder leer sin que el cosido se lo entorpezca.
Y ahora sólo queda lanzarlo al mar.


El cebo

Consideremos el título como cebo. Me cuesta. El cebo es una trampa. El título no debe serlo, no debe ser un engaño. El título es una potencia, una promesa de significados. Anticipar estos significados y contrastarlos con el resto del texto, es lo único que podemos hacer para que nuestro título sea honesto y no lleve a engaño. Porque lo cierto es que, aunque libres, los escritores damos a cada paso nuestra palabra.
Pero además de informar o conformar, ya vimos en la sesión del pasado lunes 18 de febrero que el título tiene que  identificar el texto, hacerlo único, distinguirlo entre otros textos. Un título poco reconocible puede ser catastrófico, seguramente alguno de nosotros hemos dejado de ganar tal o cual concurso porque algún miembro del jurado no recordó el título de aquel relato nuestro que no estaba mal “pero que ahora no encuentro”. Y esto me trae a la memoria una promesa que me hice cuando aún fantaseaba con ser músico: si alguna vez llegaba a tener un grupo su nombre empezaría con H, no fuera a ser que nos perdiéramos entre la “SUPERG-” de Supergrass  y la “SUPERT-“ de Supertramp. No es broma, seguimos catalogando por orden alfabético.
Para titular hay tantas reglas como intenciones. Pero sin duda alguna hay dos cualidades indispensables: originalidad y persuasión. El título tiene que ser único y además ha de estimular la curiosidad del lector sin llegar a saciarla. Casi nada.


El anzuelo

A mí me basta con el primer párrafo, para otros es la primera página, para algunos las cinco primeras. Pero el inicio es decisivo, porque es el momento en que el lector suspende su entendimiento para acercarse al nuestro. Este momento es un privilegio que no podemos desaprovechar, si lo hacemos es porque no estamos convencidos de que merezca la pena leernos y convertimos nuestro inicio en cortesía.
Lo repito: el inicio del relato es el momento en que el lector suspende su entendimiento para acercarse al nuestro. Y no sé vosotros pero yo no dejo de pensar para que un tarado me diga una memez (el tono rudo es deliberado, perdonadme).
El lector se asoma y te pregunta: ¿qué me quieres contar? Y si lo sabes, si lo tienes claro, no titubeas y se lo cuentas. Pero se lo cuentas sin atosigarlo ni saciarlo, sin congoja ni prisa, sin miedo (aunque lo sientas) ni entusiasmo. Se lo cuentas claramente y con seguridad porque lo que en realidad estás haciendo no es escribir sino tender la mano al lector desde la otra orilla del puente.
Ojo no le hablas ni le susurras, menos le gritas: le cuentas. Es decir, en esas primeras líneas tiene que ocurrir algo o nada (“No ocurre nada”, es otra afirmación). Es cierto que hay muchas novelas en las que ese inicio es casi un rito de apareamiento, y aun así el lector aguanta y espera a que caiga el chaparrón para cruzar el puente. Pero sabes qué, acércate, al oído: esas novelas ya están escritas.


Y ahora a esperar que piquen, con la caña en la mano, siempre en la mano, bien agarrada. Y si pica una ballena blanca, pues como el capitán Ahab.


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