lunes, 28 de febrero de 2011

A PLINIO EL JOVEN LE HUBIERA GUSTADO NUESTRO TALLER

Una noche, a finales del siglo I, Cayo Plinio Cecilio Segundo […] abandonó la casa de un amigo romano presa de justificada cólera. Tan pronto como llegó a su estudio tomó asiento y, con el fin de ordenar sus ideas […], escribió al abogado Claudio Restituto sobre los acontecimientos de aquella noche. “Vuelvo indignado de una lectura en casa de un amigo mío, y paso a escribirte de inmediato, ya que no te lo puedo contar de viva voz. El texto leído era de una gran perfección en todos los sentidos, pero dos o tres espíritus sutiles (eso es lo que ellos se creían, junto con unos pocos más de los presentes) lo han escuchado como si fuese sordomudos. No han despegado los labios, ni han movido una mano, ni tampoco han estirado las piernas para cambiar de postura. ¿Qué sentido tiene tanta sobriedad en el comportamiento y tanta erudición o, más bien, pereza y engreimiento, tanta falta de tacto y de sentido común, hasta el punto de pasarse el día entero sin hacer otra cosa que causar pesadumbre y enemistarse con la persona a quien se ha ido a oír en calidad de amigo muy querido?”.
A nosotros nos resulta difícil, a la distancia de veinte siglos, entender la consternación de Plinio. En su época, las lecturas que realizaban los autores se habían convertido en una ceremonia social de moda y, como sucede con cualquier otra ceremonia, existía una etiqueta acerca del comportamiento tanto de los oyentes como de los autores. Se esperaba que el público proporcionara una respuesta crítica, que sirviera al autor para mejorar el texto, motivo por el que la inmovilidad de algunos oyentes tanto había irritado a Plinio; él mismo ensayaba a veces el primer borrador de un discurso ante un grupo de amigos y luego lo modificaba de acuerdo con su reacción.

A. Manguel, Una historia de la lectura, Alianza, Madrid, 2001, pp. 333-334.



1 comentario:

  1. Como bien se sabe, a menudo la peor de las críticas es el silencio. ¡Si que le habría gustado el taller!

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