miércoles, 23 de febrero de 2011

ICONOCLASIA

No es fácil exagerar la influencia que sobre el futuro del arte tiene siempre su pasado. Dentro del artista se produce siempre un choque o reacción química entre su sensibilidad original y el arte que se ha hecho ya. No se encuentra solo ante el mundo, sino que, en sus relaciones con éste, interviene siempre como un truchimán la tradición artística. ¿Cuál será el modo de esa reacción entre el sentido original y las formas bellas del pasado? Puede ser positivo o negativo. El artista se sentirá afín con el pretérito y se percibirá a sí mismo como naciendo de él, heredándolo y perfeccionándolo ―o bien, en una u otra medida, hallará en sí una espontánea, indefinible repugnancia a los artistas tradicionales, vigentes, gobernantes―. […]
Y es el caso que no puede entenderse la trayectoria del arte, desde el romanticismo hasta el día, si no se toma en cuenta como factor del placer estético ese temple negativo, esa agresividad y burla del arte antiguo. Baudelaire se complace en la Venus negra precisamente porque la clásica es blanca. Desde entonces, los estilos que se han ido sucediendo aumentaron la dosis de ingredientes negativos y blasfematorios en que se hallaba voluptuosamente la tradición, hasta el punto que hoy casi está hecho el perfil del arte nuevo con puras negaciones del arte viejo. Y se comprende que sea así. Cuando un arte lleva muchos siglos de evolución continuada, sin graves hiatos ni catástrofes históricas que la interrumpan, lo producido se va hacinando y la densa tradición gravita progresivamente sobre la inspiración del día. O dicho de otro modo: entre el artista que nace y el mundo se interpone cada vez mayor volumen de estilos tradicionales interceptando la comunicación directa y original entre aquéllos. De suerte que una de dos: o la tradición acaba de desalojar toda potencia original ―fue el caso de Egipto, de Bizancio, en general, de Oriente―, o la gravitación del pasado sobre el presente tiene que cambiar de signo y sobrevivir una larga época en que el arte nuevo se va curando poco a poco del viejo que le ahoga.

J. Ortega y Gasset, La deshumanización del arte, Espasa, Madrid,
1999, pp. 82-84.


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