domingo, 7 de octubre de 2012

¿Y QUIÉN CREÓ AL LECTOR?



Julio Cortázar pensó mucho en el lector. Hizo bien. Un escritor que no piensa en el lector es un escritor malo o muy caprichoso. ¿Y qué hace un escritor pensando en el lector? Dos cosas: primera, elegir el lector que quiere para su obra; y segunda, elaborar la obra que construya ese lector que ha elegido. Porque el lector es obra del autor, ¿o qué os habíais creído?
Otra nota aparentemente complementaria:
“Situación del lector. En general todo novelista espera de su lector que lo comprenda, participando de su propia experiencia, o que recoja un determinado mensaje y lo encarne. El novelista romántico quiere ser comprendido por sí mismo a través de sus héroes; el novelista clásico quiere enseñar, dejar una huella en el camino de la historia.
Posibilidad tercera: la de hacer un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podría llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es inútil para lograrlo: sólo vale la materia en gestación, la inmediatez vivencial (transmitida por la palabra, es cierto, pero una palabra lo menos estética posible; de ahí la novela ‘cómica’, los anticlímax, la ironía, otras tantas flechas indicadoras que apuntan hacia lo otro).
Para ese lector, mon semblable, mon frère, la novela cómica (¿y qué es Ulysses?) deberá transcurrir como esos sueños en lo que al margen de un acaecer trivial presentimos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar. En este sentido la novela cómica debe ser de un pudor ejemplar; no engaña al lector, no lo monta a caballo sobre cualquier emoción o cualquier intención, sino que le da algo así como una arcilla significativa, un comienzo de modelado, con huellas de algo que quizá sea colectivo, humano y no individual. Mejor, le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copadecimiento). Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá (agigantándose quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice. En cuanto al lector-hembra, se quedará con la fachada y ya se sabe que las muy bonitas, muy trompe l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête homme. Con lo cual todo el mundo sale contento, y a los que protesten que los agarre el beriberi”.
En Rayuela, Cátedra, Madrid, 1994, pp. 560-561.

No hay comentarios:

Publicar un comentario