—Borges, hablemos de su amigo Bioy Casares.
—La
amistad no sé si es una virtud o un privilegio. En todo caso es una de las formas,
persistente más perfectas de la felicidad. La amistad con Bioy Casares sólo me
ha deparado una felicidad sin sobresaltos, persistente. He compartido con él
infinita conversaciones, su casa de Buenos Aires, su casa de Mar del Plata,
alguna vez el viejo caserón del campo, en Pardo. Hemos leído juntos, compartido
la escritura de varios libros, hemos inventado también juntos. Tengo que decir
que he aprendido de mi padre y de mi madre, y de Bioy sin duda. Yo he sido
ayudado, muy ayudado en momentos de desdicha por él.
—¿Cómo empezaron a practicar el arte tan
difícil de la escritura a dúo?
—Sucedió
casi sin darnos cuenta. No nos hacía falta ni disciplina ni esfuerzo. Cuando
uno juega, juega. Y con Bioy jugábamos.
—¿Y el primer texto que los reunió en una
escritura?
—Más que
un texto nos reunió la discreta generosidad de Bioy. Y el frío también. Estábamos
en el campo, en Pardo, en pleno invierno, y allí Bioy me invitó a escribir un
folleto aleccionador sobre el yogur de La Martona. Era un texto por encargo,
muy bien pago. Bioy estaba en situación holgada, yo no. Él se declaró
incompetente para realizar la tarea solo y me invitó a compartirla. En
realidad, su presunta incompetencia era una forma de expresar su generosidad:
quería que yo me ganara unos pesos que mucha falta me hacían. Acepté.
[…]
—Borges me contó que la primera experiencia
de escritura que hicieron juntos usted y él fue un folleto sobre un yogur. Fue
realmente así o se trata de otro de los chistes que solía mandarse Borges?
—La pura
verdad. Mi tío Miguel Casares me pidió que escribiera un texto para el yogur de
La Martona. Lo pagaban muy bien y le propuse a Borges hacerlo juntos. Nos
encontramos para eso en una casa de Pardo, o más bien en los restos de una casa
en estado lamentable. Cerca del fuego tomábamos cacao tan espeso como el yogur
que enaltecíamos en nuestras páginas. Fue por esos días que empezamos a
comentarnos la posibilidad de hacer cuentos juntos. El ensayo sobre el yogur
nos aproximó, digamos… En aquellos días yo cultivaba los ensayos promocionales.
Recuerdo haber escrito uno sobre las virtudes del huevo en la alimentación
humana. En una parte advertía, eso sí, que los que padecían del hígado no
convenía que comieran más de una docena de huevos diarios… Tal ves con esto yo
estaba aproximándome a la ciencia ficción.
—Podríamos decir que el elogio del yogur
sirvió de puente para legar a las ficciones de Bustos Domecq.
—Sí,
podríamos así decirlo. Con esa monografía publicitaria del yogur me parece que
nos sacamos de encima nuestra manera tan insufrible de escribir. Empezamos, por
lo menos.
Rodolfo Braceli,
Borges-Bioy. Confesiones, confesiones,
Sudamericana, Buenos Aires, 1997, pp. 45-47.
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