Julio
Cortázar pensó mucho en el lector. Hizo bien. Un escritor que no piensa en el
lector es un escritor malo o muy caprichoso. ¿Y qué hace un escritor pensando
en el lector? Dos cosas: primera, elegir el lector que quiere para su obra; y
segunda, elaborar la obra que construya ese lector que ha elegido. Porque el
lector es obra del autor, ¿o qué os habíais creído?
Otra nota aparentemente
complementaria:
“Situación del lector. En
general todo novelista espera de su lector que lo comprenda, participando de su
propia experiencia, o que recoja un determinado mensaje y lo encarne. El
novelista romántico quiere ser comprendido por sí mismo a través de sus héroes;
el novelista clásico quiere enseñar, dejar una huella en el camino de la
historia.
Posibilidad tercera: la de hacer
un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura
abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podría
llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el
novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es inútil para lograrlo: sólo vale la materia en
gestación, la inmediatez vivencial (transmitida por la palabra, es cierto, pero
una palabra lo menos estética posible; de ahí la novela ‘cómica’, los anticlímax, la ironía, otras tantas flechas
indicadoras que apuntan hacia lo otro).
Para ese lector, mon
semblable, mon frère, la novela cómica
(¿y qué es Ulysses?) deberá
transcurrir como esos sueños en lo que al margen de un acaecer trivial
presentimos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar. En
este sentido la novela cómica debe ser de un pudor ejemplar; no engaña al
lector, no lo monta a caballo sobre cualquier emoción o cualquier intención,
sino que le da algo así como una arcilla significativa, un comienzo de
modelado, con huellas de algo que quizá sea colectivo, humano y no individual.
Mejor, le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se
está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la
complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copadecimiento). Lo que el autor
de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá (agigantándose quizá, y
eso sería maravilloso) en el lector cómplice. En cuanto al lector-hembra, se quedará
con la fachada y ya se sabe que las muy bonitas, muy trompe l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir
representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête
homme. Con lo cual todo el mundo sale
contento, y a los que protesten que los agarre el beriberi”.
En Rayuela,
Cátedra, Madrid, 1994, pp. 560-561.
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