Escribo a
escasos minutos de haberlo asumido —tras el consabido suspiro—, también a escasos
minutos de haber cenado —quizás sea por esto, el suspiro—. Lo asumo: es muy
difícil hablar brevemente y con rigor del donjuanismo. Por ejemplo, yo creía
que Don Juan era un invento de Tirso de Molina, y me equivocaba, y explicar el
equívoco llevaría muchas palabras (leed “Sobre los orígenes del Convidado de piedra” de Menéndez Pidal,
en Estudios literarios, Espasa-Calpe,
Madrid, 1973).
Si no
podemos apelar a un origen artístico inédito sólo queda estudiar sus
recreaciones, pero éstas son tantas que abruman: la editorial Laffont publicó
en 1999 un Dictionnaire de Don Juan
bajo la dirección del prestigioso comparatista Pierre Brunel; y la editorial
Cátedra publicó en 1998 un conjunto de estudios que abarca sólo un siglo XX
inconcluso de versiones cinematográficas y literarias españolas en ¡538
páginas! Por supuesto, son sólo dos ejemplos. Aquí va un tercero:
Escuchando
estos ecos fabulosos de la obra de Tirso es tentador decir que Don Juan es un
mito literario, pero no creo que lo sea, le falta enjundia: será por aquellos
orígenes folclóricos de los que habla Menéndez-Pidal, que Don Juan aparece
siempre como un personaje gastado, de mano en mano.
Don Juan es
una tradición, es un personaje tradicional, que forma parte de nuestro
imaginario colectivo, ese que se construyó sin merchandising y que estamos por ello a punto de perder (lo he
comprobado en alumnos de entre 14 y 17 años). Don Juan es símbolo, es bandera,
¿de qué?: de libertad, de seducción, de burla, de tentación; nace luciferino y
se vuelve pícaro, pero siempre es caprichoso e irresponsable, y un seductor
arrogante, descarado y escandaloso.
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