Éste que veis
aquí, de rostro español y quevedesco, de negra guedeja y luenga barba, soy yo:
Don Ramón María del Valle-Inclán.
Estuvo el
comienzo de mi vida lleno de riesgos y azares. Fui hermano converso en un
monasterio de cartujos, y soldado en tierras de la Nueva España. Una vida como
la de aquellos segundones hidalgos que se enganchaban en los tercios de Italia
por buscar lances de amor, de espada y de fortuna. Como los capitanes de
entonces, tengo una divisa, y esa divisa es, como yo, orgullosa y resignada: “Desdeñar
a los demás y no amarse a sí mismo”.
Hoy,
marchitas ya las juveniles flores y moribundos todos los entusiasmos, divierto
penas y desengaños comentando las Memorias
amables, que empezó a escribir mi noble tío el marqués de Bradomín. ¡Aquel
viejo cínico, descreído y galante como un cardenal del Renacimiento! Yo , que en
buena hora lo diga, jamás sentí el amor de la familia, lloro muchas veces, de
admiración y de ternura, sobre el manuscrito de las Memorias.
Todos los
años, el día de Difuntos, mando decir misas por el alma de aquel gran señor,
que era feo, católico y sentimental. Cabalmente yo también lo soy, y esta
semejanza todavía lo hace más caro a mi corazón.
Apenas cumplí
la edad que se llama juventud, como final a unos amores desgraciados, me
embarqué para Méjico en La Dalila, una fragata que al siguiente año naufragó en
las costas de Yucatán. Por aquel entonces era yo algo poeta, con ninguna
experiencia y harta novelería en la cabeza. Creía de buena fe en muchas cosas
que ahora pongo en duda y, libre de escepticismos, dábame buena prisa a gozar
de la existencia. Aunque no lo confesase, y acaso sin saberlo, era feliz:
soñaba realizar altas empresas, como un aventurero de otros tiempos, y despreciaba
las glorias literarias.
A bordo de La
Dalila —lo
recuerdo con orgullo—asesiné a sir Robert Jones. Fue una venganza digna de
Benvenuto Gellini. Os diré cómo fue, aun cuando sois incapaces de comprender su
belleza: pero mejor será que no os lo diga: seríais capaces de horrorizaros. Básteos
saber que a bordo de La Dalila solamente el capellán sospechó de mí. Yo lo
adiviné a tiempo, y confesándome con él pocas horas después de cometido el
crimen, le impuse silencio antes de que sus sospechas se convirtiesen en
certeza, y obtuve, además la absolución de mi crimen y la tranquilidad de mi
conciencia.
Aquel
mismo día la fragata dio fondo en aguas de Veracruz y desembarqué en aquella
playa abrasada, donde desembarcaron antes que pueblo alguno de la vieja Europa
los aventureros españoles. La ciudad que fundaron, y a la que dieron abolengo
de valentía, espejábase en el mar quieto del plomo, como si mirase fascinada la
ruta que trajeron los hombres blancos. Confieso que en tal momento sentí
levantarse en mi alma de hidalgo y de cristiano el rumor augusto de la
Historia. Uno de mis antepasados, Gonzalo de Sandoval, había fundado en
aquellas tierras el Reino de la Nueva Galicia. Yo, siguiendo los impulsos de una
vida errante, iba a perderme, como él en la vastedad del viejo Imperio Azteca,
imperio de historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus
reyes, entre restos ciclópeos que hablan civilizaciones, de cultos, de razas
que fueron y sólo tienen par en ese misterioso cuanto remoto Oriente.
Después
abrid, Santillana,
un paréntesis
aquí
y poned en
él de mí
cuanto en
él os diere gana.
En Alma española, 3,27-XII-1903
No hay comentarios:
Publicar un comentario